Campo de Fuerzas #14 - Programa de Radio - @RadioNopal
Mediatización y finalismo
En el siglo XVII, Baruch Spinoza escribe su obra maestra, acaso uno de los libros más importantes de Occidente: Ética demostrada según el orden geométrico. Se compone de cinco grandes capítulos, el primero de los cuales, “De Dios”, el más difícil, tiene al final un apéndice. Por si no quedó del todo claro lo que quiero decir, a dónde apunto –dice Spinoza–, acá resumo su sentido; o sea, no tanto digo de modo más simple lo que dije sino señalo hacia dónde tiende lo que dije; es una concreción política del texto filosófico. En ese apéndice, el sabio excomulgado (expulsado de la comunidad judía en la que nació y fue criado) dice que el principal problema que encuentra en la vida humana, la superstición de la cual se desprenden todas las demás supersticiones, es asumir que las cosas, todas, tienen finalidad: el finalismo según el cual las cosas existen para algo; el considerar que su existencia misma tiene una finalidad. Definir las cosas (incluides nosotres) por sus finalidades. Si existen para algo, deben cumplir. Las cosas deben: deber, deuda. Las cosas no solo tienen finalidad sino que su finalidad las precede; no es un deseo surgido de la cosa en su experiencia.
El ejemplo que pone Spinoza es la creencia de que Dios nos creó para adorarlo a él, y creó plantas y animales para servirnos a nosotros (¿entonces el ente absolutamente perfecto creó algo imperfecto, es decir que en la creación divina hace falta algo?, argumenta). Podemos pensar en la concepción finalista de las cosas más diversas: un río, un talento, una tarde en la vida de alguien, una niña, una ciudad, la piecita del fondo, la pampa argentina, el amor… Podemos vivir la vida y las cosas, todas, como medio-para otra cosa.
Todas las cosas pueden ver su sentido práctico, su sentido concreto, codificado bajo patrón finalista. Todas las cosas pueden concebirse como meros medios para otra cosa –así, con un desplazamiento sempiterno del valor–. Ser valoradas prácticamente –sea apre- o depreciándolas– por lo que tienen de medio-para. Las cosas deben rendir; si no, son un desaprovecho. Las cosas, como núcleos de potencia (¿qué puede cada cosa?) deben rendimiento en el finalismo; el finalismo es la rendición de las cosas.1
Y mientras tanto, mientras no cumplen su finalidad, están en falta. Incluidos vos, yo, nosotres. Mientras tanto son la vergonzosa irrealización de su finalidad. Este esquema acaso tenga raíz en aquella antigua concepción platónica según la cual están los cuerpos, lo terrenal, y sus correspondientes Ideas, siendo las Ideas perfectas, eternas, muchísimo mejores, en fin, que lo terrenal corrompible, aleatorio, doloroso. Las cosas deben cumplir con su finalidad que es realizar esa imagen de ellas abstracta y mandamás.
Aquel antiguo finalismo que reduce las cosas y la vida a meros medios-para (las mediatiza) es actualmente maquinizado por las pantallitas conectivas y su nube virtual. Llamamos, pues, mediatización a la dominación de lo mediato: un problema tan antiguo como renovado.
Entonces, la mediatización no consiste solo en la conectividad virtual como técnica central del modo de vida. La etnografía de la forma-humana apantallada (las formas de nuestros hábitos y modos de pensar, sentir y hacer, forjados en torno al uso de las herramientas conectivas) no puede entenderse cabalmente si no contemplamos, también, que las pantallas son el vector actual de dominación de lo mediato que prolonga –y renueva– un complejo y antiguo legado occidental.
Lo mediato amerita sacrificar el presente. El cielo, el Paraíso, el Mañana, o, para nosotres, la Actualidad virtual. Instancias abstractas que detentan la potestad sobre lo verdadero, lo bueno, lo bello, y ofrecen imágenes en las que la existencia se ve –o entrevé– plena y sin dolor, divina. Pero, ahora, esa esfera poderosa en la que hay algo más intenso e importante que nuestros cuerpos no está tan lejos: tiene un portal aquí, en nuestros bolsillos. Siempre al alcance de la mano está lo mediato actual. Jamás tan cerca arremetió lo lejos.
En tiempos pasados, ante el más allá superior se rezaba. Juntando las manos: gesto cuya raíz es ofrecer las muñecas aunadas para ser atado mostrando sumisión y entrega de sí. Nosotres no rezamos tanto ya, pero nuestras manos están entregadas a lo abstracto. En el filo del milenio vimos pasar el primer “teléfono inteligente”, que fue cuando el término “teléfono” quedó corriendo en el aire, como el coyote cuando sigue corriendo sin advertir que ya no tiene piso (en aquel dibujo animado que, dicho sea de paso, mostraba una vida veloz, indomeñable, en el correcaminos, y una técnica siempre fallida en su perseguidor). El término permaneció por costumbre, pero dejó de nombrar la especificidad de la cosa a la que estaba asignado (¿cuánto se usa como teléfono?). A ese artefacto se lo llamaba con el nombre inglés blackberry: igual que la bala de cañón que se imponía con grillete a esclavos y presos.
Tuvo un éxito pasajero ese aparato, quizás porque aún separaba pantalla y teclado. Sí funcionaron, después, aquellos en los que directamente acariciamos la luz del ultramundo 24/7. El acto físico –el gesto que instaura subjetividad– dejó de ser simplemente el de digitar. Apretar teclitas tenía todavía algo mecánico, sentir un clic. No: el más allá superior llegó a colonizar nuestra palma de la mano –y nuestra mirada, clavada en esa palma colonizada por el umbral de lo abstracto luminoso– recién cuando el gesto de interfaz orgánico-maquínico dejó atrás la tosca dígito-pulsión en pos de este acariciar divino.
León Rozitchner describe cómo el cristianismo preparó la subjetividad occidental para el capitalismo. La subordinación del cuerpo sensible al Espíritu hizo lugar a la ulterior dominación del Número. Acaso en esa serie toque, hoy, incluir la Pantalla y su Nube. Dimensiones en las que ejerce poder algo trascendente e intangible que naturaliza que la vida se le presente al humano como un mero medio siempre inferior a lo mediato rozagante. Esferas que oprimen el cerebro de los vivos, que presumen saber más sobre la vida que la propia vida. Como un cura o un militar que viene a poner orden, o un gerente que ídem. Para ellos, lo que falla es la vida, nunca la verdad abstracta; la vida es corrompible, no la Idea, no lo Divino, ni la Cuenta, ni la Imagen. La vida, los cuerpos, son fallidos, les falta algo, deben.
En el ultramundo mediato, hoy mediosférico, no hay nadie. Nunca estamos allí. Pero todo el tiempo brilla y tira. Tira actualizando el finalismo, que antes tiraba con esperanza y ahora tira con ansiedad. Toda esa energía eléctrica en los cerebros, y los sistemas nerviosos enteros que reproduce la ansiedad, son los tentácuos de lo mediato en su alcance sobre nuestros cuerpos. Fuerzas epocales concretas.
Estar mediatizado es estar privado de derechos inmediatos, dice el ensayista francés Paul Virilio en su gran libro El arte del motor. Y la comunicación, añade, nació como la puesta en común, o incluso puesta en comunidad; no es lo mismo estar comunicados que estar mediatizados. Ahora, si por “derechos” entendemos, digamos, “cosas que alguien puede”, es decir, si un derecho es algo que podemos (en un entendimiento más materialista que jurídico del derecho), vale plantear que un derecho es una potencia. Y que, entonces, estar mediatizado es estar privados de potencias inmediatas. Lo que es potencia inmediata nuestra, se nos aleja, se nos enajena. Ya desde la potencia de sentir sed… La capacidad de discernir lo que me hace bien de lo que me hace mal –por ejemplo, respecto del ritmo de descanso y vigilia– o la capacidad de pensar y entender por nosotrxs mismxs, mediatizada por la sobrecarga opinológica y –como dice Rancière– explicacionista que nos bombardea y, a la vez, nos obliga a emitir pareceres y juicios de forma automática, inmediata y binaria. Mediatizadas nuestras opiniones, mediatizada nuestra capacidad de preparar alimentos o de expresarnos hacia otros. Mediatizada nuestra capacidad de decidir cómo conviene organizar la vida, cada vez que creemos que la vida –individual, grupal, multitudinal– es materia de especialistas.
Ahora bien, lo otro de lo mediatizado no es lo inmediato. No sería una versión genuina y pura de las cosas. Lo contrario, aquí, de la mediatización es la mediación. Mediatización y mediación se distinguen en sus efectos: la mediatización primordialmente separa (nos separa de nuestras potencias); la mediación, enlaza. Las mediaciones pueden alimentarnos, acrecentarnos.
La mediatización triunfa como modo de dominación cuando una población pierde su capacidad de instauración autónoma de sentido, del sentido de la vida. Si el Espectácuo domina, dice Christian Ferrer (en el bellísimo prólogo que escribió para La sociedad del espectáculo de Debord), es gracias a que los pueblos se vieron despojados de sus festividades folclóricas, de la capacidad de instaurar autónomamente un régimen de intensidades. Una mediatización del sentido. Es la sensibilidad misma la mediatizada cuando los criterios, los parámetros, los valores y los deseos quedan subordinados a la entronización de algo siempre mediato. Lo bueno, lo importante, lo verdadero, lo bello o no están ahora o no están acá. ¿Qué sucede en una revuelta? ¿O en un encuentro? Las cosas vuelven a medirse desde acá; se mutea el verso de lo mediato.
La lucha de lo vivo contra lo abstracto (la pantalla, el capital, Dios…) es una lucha de presentificación. Es decir, de restitución al presente de su potestad existencial soberana. Devolverle al presente, a la presencia, su centralidad en la elaboración de parámetros, criterios, sentidos, valores, deseos. Como hace, por ejemplo, un juego. ¿Vivimos en un juego nuestro? Cada pensamiento, cada acción, ¿tiene como premisa la supremacía de lo mediato o la afirmación primordial de que aquí estamos, esto somos, como plantan bandera lxs zapatistas?
La vieja enajenación del presente se cataliza con las técnicas de inmediatez: acaso no haya nada más mediatizante que la inmediatez. Y podemos pensar los cuerpos mediatizados habitando la sexualidad, la política, el tránsito urbano, los campos artístico y deportivo, las instituciones educativas, etc. Esta subjetividad mediática tiene su etnografía y su genealogía; tiene sus formas de hacer ciudad, de trabajar, de amar. La subjetividad mediática tiene sus propios modos de la enajenación, sus propias formas de agitación. Es un campo problemático amplio en el que este trabajo intentará hacer un aporte. Por eso hablamos de la subjetividad mediática como un concepto que tiene, al menos, tres caras: la virtualización conectiva de las relaciones y producciones, el finalismo (vivir como medio-para…) y la privación de potencias inmediatas (en la que la enajenación de la potencia técnico-modal es ejemplar). Verá el lector que se usa el concepto con flexibilidad sin pretender ninguna solidez categorial; el concepto es el espacio que se abre entre sus diversos sentidos.
Jamás tan cerca. La humanidad que armamos con las pantallas. Agustín Valle. Ediciones Paidós 2022 (Fragmento Capítulo 1 Subjetividad y Mediatización. Pequeño Prólogo Conceptual).
Agustín J Valle
Nació en Buenos Aires en 1981. Es ensayista. Coordina talleres de pensamiento y escritura , fue periodista cultural por quince años y es profesor en diversas instituciones. Publicó libros como "Jamás tan cerca. La humanidad que armamos con las pantallas" (Paidós), "Cachorro. Breve tratado de filosofía paterna" (Heckt), "A quién le importa. Biografía política de Patricio Rey" (Tinta Limón, junto a Ignacio Gago y Ezequiel Gatto) y "De pies a cabeza. Ensayos de fútbol" (Interzona, compilado junto a Juan Manuel Sodo).
Artículos relacionados con el libro:
La humanidad que armamos con las pantallas. Medios, Internet y Política. Plaza.
El alma adosada a la pantalla. Revista Crisis.
No te vi: notas de la ciudad en la nube. Socompa. Periodismo de Frontera.